Cuento
Soledad, compañera de ausencia ensangrentada. Silencio ensordecedor de mi alma.
No siempre fue así. De niño la vida brillaba, fueran días de lluvia o sol que abrasara.
Fue cuando poco antes de mi doceavo cumpleaños se acercó a mí un perro en la calle. No pude evitarlo. Murió ante mi mente, atropellado. Lloraban. Grité. Perdí el sentido. Desperté rodeado de gente extraña, estupefacta.
Me adelanté a lo que en ese momento pasaba.
Mi padre me consolaba. Lloraba. No podía contener mi llanto. Mi madre, dos pasos atrás me miraba con espanto tapando su boca con las dos manos.
Ese día supe que algo malo pasaba.
No lo sabía cierto, pero intuía que el mundo cambiaba. Ya no amanecía tras una noche grata. Si estaba oscuro, me acurrucaba en el ángulo de la pared en que las paredes se juntaban. Hiciera frío o calor, yo temblaba.
Me alejé del mundo. Si hubiera podido borrar mi cara a los que conmigo se cruzaban…
Volvió a ocurrir. Fue ese niño que huía en un juego infantil.
_ A que no me pillas.
Chocó conmigo. Me arrodillé a sus pies.
De nuevo, lo vi. Muerte que atravesaba.
Cuando volví en mí, convulsionaba. El niño lloraba. Asustado me miraba mientras una mujer de él tiraba.
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